Esta pintora radical ha creado su refugio en un viejo almacén de L’Hospitalet. Su estilo remite a Tàpies y a Joan Brossa, pero quien le inspira de verdad, dice, es la gente de su entorno. Concibe el lienzo como una rata y se ve a sí misma como un gato feroz.
“¿Fea?, ¡fea tu madre!”.
La artista Maria Prats, que firma como Marria Pratts, suele contestar así a quien le dice que sus cuadros son feístas. “Es que no lo entiendo. A mí me parece muy delicado lo que hago. Tampoco entiendo cuando dicen que mi estilo es muy trash. ¿Trash de qué? Supongo que quien dice eso es gente que tiene vidas muy grises, con inercias que ni siquiera han decidido ellos, y a la mínima que ven una redonda que no es redonda, ya colapsan”.
En sus cuadros, casi siempre de gran formato, las redondas no son redondas, los lienzos a veces están quemados y hay neones retorcidos y símbolos que se repiten, como relojes descompuestos o fantasmas que parecen salidos de un videojuego primitivo. Con ellos acaba de vender todas sus obras en una exposición en la galería Miquel Alzueta de Barcelona. Tiene también una pieza expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), en breve estará en la galería Ruttkowski 68 de Colonia (Alemania) y en febrero ocupará un espacio rotatorio, el Espai 13, en la Fundación Miró, en Barcelona.
El cuadro que cuelga ahora en el Macba, que se titula Siento una música dentro de mi cabeza (Transformación de un pensamiento borroso), es una buena muestra de su estilo. Mide ocho metros de largo y está atravesado por una larga línea fucsia que trazó en una carrera. “Representa una herida, porque no hay vida sin herida”, explica la artista. Contiene 32 palabras escondidas y quemaduras que hizo en el propio museo con un soplete que puso en estado de nervios al equipo de seguridad.
La pieza se cocinó durante días, colgada con sarmientos y “fermentando”, según explica en su estudio de L’Hospitalet de Llobregat, un antiguo almacén industrial que ofrece un aspecto entre decadente y transgresor. Con ayuda de su amigo y también artista y diseñador Guillermo Santomà, Prats acondicionó el taller. Colocaron unas vigas, una estufa de leña y una cocina, y montaron una especie de chabola artística utilizando cartones que compraron en la calle.
El fotógrafo Nacho Alegre, uno de los fundadores de la revista Apartamento, definió ese estudio y refugio en Icon Design como “sexy y agradable”, una casa “en un punto intermedio entre lo extremadamente precario y el lujo absoluto”.
Durante años, el estudio fue también su vivienda y Prats asegura que algunas noches allí fueron complicadas. Tenía la sensación de estar en la calle. Se ponía la música muy alta y cuando se le acababan los datos del móvil, ponía la radio a todo volumen, para sentirse acompañada. ¿No le preocupa que los que vean las fotos de este reportaje piensen que está, de alguna manera, romantizando la pobreza?; ¿que no es otra cosa que una artista jugando a las chabolas? “Eso sería horrible. Yo veo pijos que vienen aquí, se cogen un estudio y me duelen los ojos de verlo. Para mí vivir aquí no era una elección. Era una necesidad. No tenía manera de pagar un estudio y una casa. He tenido un montón de trabajos basura. Vendía puzles en un centro comercial. Las compañeras eran lo más, pero teníamos un jefe horrible. He hecho de camarera de temporada y he ido trampeando aceptando encargos para hacer pósteres y cosas así. He visto a mucha gente quedarse por el camino y dejar el arte por eso, por la precariedad y por lo mal que se paga todo aquí. Ahora he conseguido por fin vivir de la pintura, pero me ha costado porque yo no tengo una familia que me pueda mantener”. De su padre, el realizador Carles Prats, que también fue editor y galerista underground, y ha dirigido películas premiadas sobre Loquillo, Peret y Joe Strummer, reconoce la artista haber heredado cierta manera de mirar. “Tenemos un respeto mutuo muy bonito”.
Los espacios son importantes en la carrera de Maria Prats. Encontrar este, tan amplio y con los techos tan altos, le permitió por fin poder pintar como quería, con la gestualidad que le pide el cuerpo. Colocar varios lienzos grandes a su alrededor formando una especie de escenario y pasearse con la música altísima entre todos ellos añadiendo trazos o tirando pintura a cañonazos con uno de sus aparatos que disparan a presión. “Me gusta observar la tela cruda como si fuera una rata y yo un gato muy feroz, que sale de un contenedor vacío con mucha hambre. A veces me subo a una silla y a veces voy caminando dando vueltas, observando la tela mucho rato hasta que entro en combate. Ahí desarrollo una cadena de movimientos, como si pasease por un bosque. Es un momento perfecto que dura solo unos segundos y es muy intenso”, explica la pintora.
Su uso del aerosol también genera algunas confusiones. “Hay gente que dice que hago grafiti o arte urbano, y a mí me parece que no se entera de nada. Para mí, la pintura es un combate más personal, no tiene nada que ver con estar en la calle”.
Antes que el taller hubo otra casa clave en su formación. De los 19 a los 24 años, Prats vivió junto a otros tres amigos artistas —los fotógrafos Alba Yruela, Rafa Castells y Albert Mayol— en un ático destartalado por el que pagaban 100 euros al mes cada uno. “Eso fue como nuestra universidad. Como el alquiler era tan barato, con cualquier cosa lo cubríamos. Y después hacíamos cosas todo el día. Teníamos un grupo que se llamaba Ultratomba, hacíamos unas expos en un sótano hasta que un día se inundó y se llenó de mierda. También dábamos conciertos ahí y montábamos un fanzine. Éramos amigos que nos queríamos mucho y compartíamos unos ideales increíbles. Ahora los cuatro llevamos el mismo tatuaje en recuerdo del piso: Pussy Gran Via”. Ese piso colectivo artístico le sirvió también como escuela y le evitó, dice, tener que “desprogramarse” como hubiera hecho si hubiera tenido una educación artística más formal. Lo que ha aprendido lo ha hecho por intuición. “Por ejemplo, hice este agujero en la pared”, dice, señalando un boquete de al menos un metro de diámetro en el estudio, “antes de saber quién era y qué hacía Gordon Matta-Clark” (un artista neoyorquino que trabajó en varios aspectos de la intervención arquitectónica).
“Hay como una especie de telepatía mundial. Nos creemos muy especiales, pero al final todos hacemos cosas parecidas”. Por eso no le convence hablar de influencias. Su estilo remite a Tàpies y a Joan Brossa, que le gustan, pero quien le inspira de verdad, dice, es la gente de su entorno. “Puedes decir que te ha marcado mucho Cy Twombly, pero al final, ¿cuántos cuadros suyos has visto?, ¿uno?”.
Prats se considera parte de un “paisaje generacional” muy ligado a Barcelona. “Creo que hay varios artistas que compartimos unos ideales. Somos muy románticos. Nos gustan las cosas bonitas, pero desde una nueva mirada, y nos gusta construir nuestras propias cosas, casas, muebles, espacios, ropa. Además, nos inspira la calle. Como dice mi amigo Pere Llobera, somos alcohólicos de vivencias”, explica Prats.
Aunque hay artistas de todas las disciplinas en esa escena, es cierto que muchos, como la propia Prats, se han reencontrado con la pintura, que las generaciones anteriores orillaron a favor de otras disciplinas. “Sí que parece que el arte conceptual se ha quedado atrapado en las salas de exposiciones. A mí la pintura me gusta porque te puede atravesar el corazón y dejarte hecho polvo. O ver un cuadro y ponerte tan feliz que solo quieres volver al estudio y quemar y pintar sin parar nunca. Tiene un poder mágico y radical”, cree.
Como la pintura está en auge, no son pocas las marcas de moda y de otros ámbitos que se acercan a artistas como ella. En un sector en el que cada firma busca la diferencia, hay una carrera enloquecida por adoptar artistas que dejen su huella en algunos de sus productos. Prats dice que entiende a los compañeros que las aceptan, pero ella, de momento, dice que no a todas, incluso a algunas marcas enormes y muy reconocidas que llegan con cheques tentadores. “Les contesté que si me ponían un piso para siempre, entonces sí lo hacía, y no me volvieron a responder”.
En otra ocasión, un club exclusivo le ofreció un carnet de miembro y ella respondió que en ese momento estaba colándose en el metro por no pagar el billete, así que difícilmente podría hacerse cargo de la cuota anual. No descarta imprimir esos correos y hacer algo con ellos algún día, integrarlos en algún proyecto artístico.
De momento, a Prats le gustaría hacer otra cosa en su estudio-refugio. “Me encanta invitar a amigos a comer. Me gustaría tener como un interruptor que al apretarlo convirtiese todo el espacio en un restaurante clandestino, que de repente surgieran de la nada unos dispensadores de salsas. Se llamaría El Club Sándwich. Ya veo el neón”.
NOTA ORIGINAL: EL PAÍS