Un niño de mirada profunda y alma sensible sostiene un violín entre sus manos, como si cada nota fuera un suspiro de su propio corazón. A su alrededor, flotan relojes suspendidos en el aire, marcan no sólo el paso del tiempo, sino la intensidad de cada instante vivido.
La escena, dibujada con precisión y ternura en grafito, captura ese momento casi sagrado en el que un niño se encuentra consigo mismo a través del arte. Es el tiempo detenido por la pasión, por la entrega silenciosa de quien ha descubierto un lenguaje que va más allá de las palabras.
La obra nos envuelve en una atmósfera de melancolía y belleza, recordándonos que los sueños no siempre gritan: a veces, simplemente suenan. Y que en manos de un niño, incluso el tiempo se rinde ante la fuerza de la vocación.